La semilla de Nieve

Este verano empecé a trabajar en Nieve. Y aunque Nieve nació en 2021 tras año y medio de pandemia mundial, se puede decir que ha estado sembrado, esperando a brotar, desde el año 2014 cuando me animé a participar en un taller literario online.

El ejercicio consistía en escribir un texto breve siguiendo las siguientes pautas:

-En el fragmento debía aparecer el patio de un colegio. 

-La oración “¿Dónde están los niños?” debía estar presente.

-El texto podía tener 750 palabras como máximo. 

Teniendo en cuenta esas premisas, redacté un pequeño relato que este verano, al cabo de los años, empezó a aflorar en mi mente. Como un virus letal que comienza a propagarse, la semilla de este relato ha germinado. Guardo especial cariño a este trabajo porque con él volví a compartir públicamente algo escrito por mi. Aunque ahora Nieve es algo mucho mayor que este pequeño escrito de 750 palabras, me gustaría rendirle un pequeño homenaje trayendo a este espacio aquellas palabras de hace ya siete años. 

Te voy a ser sincero. Cuando escribí ese pequeño texto, lo hice pensando en una historia típica de zombies. Originalidad, cero. Pero Nieve es mucho más que eso. Creo que no soy el único que tiene la sensación de que lo vivido durante los dos últimos años podría haberse leído en una novela postapocalíptica. Muchas de las sensaciones que he vivido durante la pandemia me están inspirando para desarrollar este proyecto. Y aunque Nieve no sea una novela de zombies postapocalíptica, tiene una base muy similar. Así que, de momento, no os voy a dejar más detalles acerca del proyecto. Me voy a limitar a dejaros lo que en aquel momento fue una escena cualquiera que podría sacarse de un libro sobre zombies cualquiera:

No estoy contento, porque aunque haya salido el Sol este sitio sigue siendo oscuro, gris, decadente. Aunque la tormenta haya pasado, la luz es solo una ilusión, solo hay oscuridad en el Mundo. La estancia, hecha de hormigón, es fría. Cuando entré ayer por la tarde, las paredes parecían acercarse más y más, esperando poder oprimirme en el momento en que la habitación encogiese tanto que no pudiese escapar.

Por la ventana, los rayos de luz matutina se cuelan a raudales. Este sitio es un asco, está lleno de polvo y basura. Hemos apilado las mesas del aula junto a la pared que da al pasillo, bloqueando la puerta. Aun así, todo el suelo está lleno de cuadernos y papeles en los que los niños pintaron y escribieron hace meses, o quizás años.

Todo es una locura. El frío, la nieve, los caminantes y el temor a ser atrapados. Mis hijos, mi mujer y yo estamos cansados. Cansados de correr, cansados de vivir. Pero no nos queda otra. Es vivir, o… vivir estando muerto. Llevamos seis semanas atravesando las llanuras rusas. Nos dirigimos a Siberia, allí dicen que la infección no ha llegado. Parece que puede ser cierto. Desde que dejamos las ciudades del oeste de Rusia, los grupos de caminantes parecen estar más dispersos. De todas formas, ¿a dónde si no vamos a ir? Sin embargo, toda precaución es poca. Elegimos lugares recónditos, nos aseguramos de que están libres, y dormimos a duras penas, atemorizados de que nos encuentren. Ya hemos pasado más de dieciocho meses así, desde que salimos de Barcelona. Llenamos el depósito de gasoil, pero no nos duró mucho. Luego cogimos trenes, hicimos autostop, conseguimos tickets de autobús. Al principio sin rumbo. Hicimos amigos que dejamos y perdimos por el camino. Estamos a mitad de nuestro destino, pero vuelve el invierno; y no me cabe duda de que este será infinitamente más duro que el anterior en la llanura polaca.  

Anoche entramos en este colegio abandonado. Parece caerse a pedazos, debe ser soviético. Todo estaba abierto. Bloqueamos como pudimos todo para evitar sorpresas, y decidimos quedarnos en esta aula. Las ventanas dan al patio, y si fuese necesario, podríamos saltar y correr hacia la verja principal, sólo a unos cuantos metros. Extendimos nuestras mantas y nos tumbamos a dormir en cuanto se hizo de noche.

Estoy hecho una bola, con la cara a un palmo de la pared. Un escalofrío me recorre la espalda.

—¿Habéis abierto la ventana? —susurro.

Un soplo de aire frío vuelve a recorrer la habitación. Me apresuro y me cambio de lado. Mi mujer sigue durmiendo a mi lado, pero los sacos de los niños están vacíos.

—¡Lucía! ¡Despierta! —Le zarandeo mientras grito—. ¿Dónde están los niños?

—Han… salido —consigue decirme entre sueños—. Juegan en los columpios.

Me tranquilizo. Estamos en medio de la nada. Esto debió ser un colegio rural compartido por varias aldeas, puesto que está rodeado de bosque y sólo hay una carretera que pasa por delante de la verja. Debe hacer mucho que los caminantes no pasan por aquí, no hay nada para comer. Aun así, me levanto y me echo la manta encima para asomarme a la ventana. A diez metros, casi en la esquina del patio, Hugo hace una bola de nieve. Lleva dándome la tabarra desde que cayó el primer copo. Un poco más cerca, mirando hacia el bosque, la pequeña se columpia. El pelo rubio se mueve y choca con su espalda repetidamente mientras se impulsa. Sonrío inevitablemente al verles pasar un buen rato. Son niños, y los niños deben jugar.

Me paso cinco minutos mirándoles, llevando la vista de uno a otro. Están tan callados… Solo escucho el chirriar del columpio.

—Un momento… —pienso en voz alta.

Mis ojos se desencajan de sus órbitas. Hay una mancha roja al lado del columpio. Y la gran bola de nieve que Hugo hace rodar tiene puntitos rosados aquí y allá.

—¡Niños! ¡Volved dentro! —chillo mientras salto por la ventana.

Corro y rodeo el columpio, y mi cuerpo se paraliza al ver a mi hija. Sigue columpiándose, a pesar de que su cara es un amasijo de carne y hueso. La sangre ha empapado su chaqueta. Mi hijo deja su bola, se gira y me mira. Un agujero sangriento y vacío ocupa su abdomen. 

—Tenemos un nuevo amiguito, papá —Me dice con una sonrisa espeluznante—. Busca a mamá, jugaremos todos juntos. 

Ya te lo dije: originalidad, cero. Tan original como la foto del post, que mi pareja me sacó tras rescatar a mi pobre cactus del desastre postapocalíptico en el que Filomena convirtió nuestra antigua terraza. Para tu tranquilidad, sobrevivió y ahora vive feliz encima de nuestra mesa de comedor. 

¡Que nos leamos muy pronto!

Nanié Martía.

Suena: Zombie – The Cranberries.

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